Programar se concibe para muchos como una actividad propia de la ciencia ficción, como si de una cascada de números y letras verdes al estilo Matrix se tratara. Dicha percepción, a priori, parece orbitar a años luz del mundo del derecho.

Puede que incluso la mera asociación de programación y derecho provoque en algunos un cierto rechazo epistemológico, como si estuviéramos tratando de mezclar naturalezas que no están destinadas a encontrarse. Con tal de reconciliar la relación del lector con la programación, conviene comprender que programar no es más que diseñar un paquete de instrucciones que un ordenador debe seguir. Implica, por lo tanto, crear el entorno y las condiciones necesarias para lograr que una máquina procese información de la forma que más nos convenga.

Es precisamente en el procesamiento en masa de información donde hallamos el punto de encuentro entre ambos mundos. La programación brilla allí donde hay que procesar información de forma masiva y estructurada, que es, en esencia, la materia prima de la que nos servimos en los juzgados para motivar y tomar decisiones en nuestras resoluciones. Hoy, la gestión eficiente de esa montaña de información que inunda los expedientes ya no es una cuestión de voluntad administrativa, sino de necesidad técnica.

Pensemos en el encabezamiento o en los antecedentes de hecho de una sentencia: son el volcado de información que ya consta en alguna base de datos oficial. Alguien ya se encargó de introducir en los sistemas de gestión procesal desde los nombres de las personas acusadas hasta los distintos hitos procesales que han tenido lugar durante la tramitación del procedimiento, pero ese esfuerzo jamás ha traspasado el umbral de lo administrativo. 

Hablamos de un peaje mecánico que obliga al juez a actuar como un simple transmisor de datos entre una pantalla y otra, una tarea que no aporta ni un ápice de valoración jurídica. Es la viva imagen de una desconexión tecnológica que nos condena a duplicar manualmente un trabajo que el sistema ya ha realizado.

Lo que parece una anécdota en un solo caso adquiere otra dimensión cuando miramos la estadística: si multiplicamos ese esfuerzo de transcripción por las 378 sentencias que se dictaron en mi juzgado en el año 2024, el tiempo dedicado a labores de simple transcripción se dispara. 

Y es que esa es la gran paradoja de nuestro trabajo: tenemos sistemas donde se registran todos los sucesos procesalmente relevantes (demandas, traslados, contestaciones), pero ese trabajo colectivo no redunda en una herramienta que genere automáticamente el esqueleto de una resolución.

Hay que tener en mente que juzgar es un verbo intelectivo: exige razonar, pensar y motivar, pero desde luego no transcribir datos que ya han sido previamente volcados. ¿Por qué si los antecedentes penales ya constan en el SIRAJ, yo como juez de lo penal, para resolver la denegación de una suspensión por reo habitual o la revocación de una suspensión previa, debo transcribir los asuntos que generan tal condición o los nuevos asuntos recaídos? 

¿Por qué debo perder tiempo redactando el asunto, la fecha de la sentencia, la fecha de la firmeza, los delitos cometidos, la fecha de comisión, las penas impuestas o el estado de las mismas, en vez de dedicar mi tiempo a razonar o argumentar por qué tales asuntos impiden la suspensión o justifican la revocación? Que no se me malinterprete: esta información debe figurar en la resolución, pues constituye la esencia misma de la decisión y su garantía de transparencia. Lo que resulta injustificable es que sea el juez quien deba realizar el volcado manual de unos datos que ya constan en el sistema. La transcripción la puede hacer una máquina. La motivación ni puede, ni debe.

Piénsese también en las decenas de miles de asuntos sobre cláusulas abusivas que saturan los juzgados civiles con procedimientos que son auténticos clones los unos de los otros al provenir de la denominada litigación en masa. En estos casos, la fundamentación jurídica es exactamente la misma en cada resolución y lo único que cambia son los nombres de las partes, los conceptos o los importes reclamados. 

Cuando el razonamiento jurídico se convierte en una constante y lo único que varía son los datos específicos del contrato, la intervención humana para el volcado manual de esa información no aporta ningún valor añadido.

Los datos están ahí, organizados y sistematizados, que es la parte más compleja del proceso técnico, pero a la hora de la verdad, el juez debe abandonar su labor intelectual para transcribir manualmente fechas y cantidades. En ocasiones, incluso, debe recurrir a una argumentación lo suficientemente genérica cuya abstracción le permita asumir un carácter reutilizable, si bien alejándose con ello de la necesaria individualización que requiere la labor jurisdiccional.

Aquí es precisamente donde la unión entre la programación y el derecho puede resultar un gran activo, pues la automatización de estas tareas predefinidas permitiría resolver con agilidad lo que hoy colapsa juzgados enteros. No estamos hablando de hacer que un algoritmo o una inteligencia artificial tome las riendas de la función jurisdiccional y sustituya a los jueces en el ejercicio de la misma. En absoluto. El objetivo es dotar a los jueces de herramientas diseñadas específicamente para que realicen las actividades mecánicas y repetitivas por ellos.

Al automatizar la transcripción y el análisis de datos, el código asume las labores más administrativas para devolvernos aquello que hoy es oro: el tiempo para pensar y motivar. Debemos aspirar a herramientas que resuelvan lo obvio. Pensemos en la eficiencia de un botón que vuelque instantáneamente la información del SIRAJ a nuestra resolución, o en una interfaz capaz de generar de forma automática los requerimientos tras una sentencia de conformidad. No son caprichos tecnológicos, sino pasos lógicos para extirpar de nuestro día a día las labores más mecánicas y repetitivas.

Nótese que nada de lo que aquí se ha expuesto es fruto de una sobredosis de utopía ni de una lista de deseos para los reyes magos (especialmente idóneo dadas las fechas). Estas soluciones existen y llevan aplicándose con éxito en mi juzgado desde hace meses, alguna incluso años. 

Por ello, aunque la programación no sea la solución definitiva a los problemas estructurales que aquejan al Poder Judicial, es el paso imprescindible para que recuperemos nuestra esencia y podamos centrar toda nuestra atención en lo que realmente importa: el análisis jurídico y la fundamentación rigurosa de nuestras decisiones.