Muchos me preguntan en qué momento un juez de carrera decide invertir su tiempo libre en aprender a programar. La respuesta es tan sencilla como alarmante: la justicia atraviesa una situación que hace años dejó de ser crítica para convertirse en prácticamente terminal. No hablo de oídas, sino de la realidad que me encontré al tomar posesión del Juzgado de lo Penal n.º 2 de Tarragona en febrero de 2024. 

Me topé con un escenario desolador: mil quinientos asuntos pendientes de enjuiciamiento, una agenda de señalamientos a dos años y medio vista y una plantilla donde yo era el único funcionario titular. El juzgado había encadenado una sucesión interminable de cambios de juez que habían minado cualquier posibilidad de eficiencia. 

Para quien no esté familiarizado con la estadística judicial, estas cifras se traducen en una realidad humana insoportable: implican que un delito cometido hoy en Tarragona, si el procedimiento se desarrolla con una normalidad que ya de por sí es infrecuente, no verá la celebración de un juicio hasta dentro de seis años. Significa que, si hoy mismo dejaran de cometerse delitos en la ciudad por completo, yo seguiría teniendo causas pendientes para celebrar juicios durante cerca de cuatro años más.

Esta dilatación temporal no es solo una cuestión de plazos administrativos, sino que erosiona directamente la calidad de nuestra democracia. Gran parte de las sentencias absolutorias que dicto responden a que los testigos, tras años de espera, ya no recuerdan lo sucedido, son incapaces de reconocer a sus agresores o incluso han fallecido antes de poder prestar declaración. 

Junto con este perjuicio al ciudadano, el colapso se traduce en unos porcentajes de dedicación y productividad que rozan la explotación. No es extraño encontrar compañeros que llegan incluso a superar el 400% de productividad, siendo lo más común oscilar entre el 150 y el 200%; o lo que es lo mismo, que un solo juez asuma la carga de trabajo que teóricamente deberían repartirse entre dos, tres o cuatro profesionales. Esta sobrecarga sistémica atenta necesariamente contra la salud mental de los miembros de la carrera judicial y reduce inevitablemente la calidad de nuestras resoluciones.

Fue en esas jornadas interminables donde entendí que el colapso de la Justicia es de carácter estructural y responde a una realidad multifactorial: desde un aumento inasumible de la litigiosidad y una ratio de jueces por habitante que en España sigue muy por debajo de la media europea, hasta la crónica escasez de recursos destinados al sistema y, de manera muy señalada, una ausencia absoluta de herramientas que nos faciliten la labor diaria. 

La Administración de Justicia tiene una cuenta pendiente con la modernización; las nuevas tecnologías le siguen siendo, en esencia, ajenas. Pero dentro de esta ajenidad generalizada, existe un colectivo que ha sido tradicionalmente huérfano de medios tecnológicos: los jueces y juezas. Mientras se han ido modernizando los sistemas de tramitación procesal, las notificaciones electrónicas o los sistemas de videoconferencia, pocas o ninguna herramienta han sido ofrecidas al juez, como usuario final, para agilizar su labor intelectual y decisoria. Nuestra principal herramienta de trabajo sigue siendo una hoja de Word en blanco, una tecnología que apenas ha evolucionado en los últimos veinticinco años, mientras parece que aún debamos dar las gracias por haber sustituido las viejas máquinas de escribir por ordenadores.

Por eso decidí que no bastaba con esperar soluciones externas; tenía que empezar a trastear con el código para construir mis propias salidas. Lo hice por pura supervivencia, porque la ineficiencia que me rodeaba era tan masiva que el sistema simplemente me devoraba si no buscaba una forma de automatizar lo mecánico. 

Así han ido naciendo herramientas que hoy ya funcionan en mi juzgado, desde una sencilla calculadora que permite a los funcionarios señalar juicios automáticamente sin tener que consultarme, hasta programas complejos capaces de analizar una hoja histórico-penal para dictar resoluciones de ejecución con rigor y rapidez.

No pretendo presentarme como un juez excelso ni como un programador profesional, sino como alguien convencido de que la unión de estos dos mundos puede dotar de eficiencia y dignidad a nuestra justicia. No soy un juez con una calidad técnica superlativa ni nada que se le parezca; cada vez que leo a Antonio del Moral me certifico en mi más profunda ignorancia del Derecho y de su significado. 

También uso el concepto "programador" con mucha cautela y prudencia, pues soy programador en cuanto a que escribo líneas de código, pero la programación es un mundo tan apasionante como abrumador, que me supera hasta en sus aspectos más básicos en muchas ocasiones. A veces ni siquiera la etiqueta de "programador amateur" me parece suficiente para no sentir que estoy banalizando una profesión entera. Pero, en cualquier caso, lo hago desde el mayor de mis respetos, con la intención de abrir una ventana a este proceso de aprendizaje y demostrar que, mediante la tecnología aplicada con sentido jurídico, es posible lograr avances reales para la sociedad y la modernización de la Justicia.

A partir de aquí, este blog se convertirá en un cuaderno de bitácora técnico y jurídico. Mi propósito es desgranar, entrada a entrada, el desarrollo de las herramientas que voy creando: explicaré la lógica jurídica que hay tras cada línea de código, compartiré los fragmentos de Python que dan vida a estas soluciones y analizaremos juntos cómo estas pequeñas automatizaciones pueden transformar el día a día de un juzgado. 

No busco solo documentar mi aprendizaje, sino crear un espacio de debate donde el código se convierta en una herramienta más de la potestad jurisdiccional, explorando si estas soluciones son escalables y cómo pueden ayudar a que la justicia sea, por fin, algo más que una hoja en blanco y una espera de seis años.